¿Cómo surgió Antropofobia?

Honestamente, no lo sé.

Antes de escribir Antropofobia, me encontraba desarrollando una historia completamente diferente. Una historia que en realidad, nunca terminé. Llegué a un punto en la historia en la que sufrí un bloqueo. Pensando en cómo debía continuar con la historia fue que tuve la idea de Antropofobia. Toda la trama (con excepción de ciertos detalles), ya estaban redactados en mi mente. Así que dejé a un lado mi otra novela y empecé a escribir Antropofobia. Me llevó 6 meses terminarla, pero el resultado es evidente: Una buena historia puede llegar de los lugares menos esperados!

Antropofobia: Capítulo 1

Prólogo

Mis ojos se abrieron de par en par y contuve un grito ahogado. La luz de la luna que entraba por las ventanas iluminaba el cuerpo de Caia que yacía junto a la piscina. Estaba inconsciente.

Me acerqué rápidamente a ella, y entonces ya no pude contener las lágrimas. Su rostro mostraba algunas magulladuras producto de los golpes que había recibido. Su boca sangraba ligeramente y sus brazos estaban enrojecidos.

-¡Caia, Caia; reacciona!- dije mientras movía su cuerpo vigorosamente.

No hubo respuesta.

Coloqué mis dedos índice y medio en su cuello. Aunque débil, podía sentir su pulso.

Mi corazón se aceleró, mucho más de lo que ya estaba por causa de la situación; mi cuerpo se tensó y mis manos temblaban con más frecuencia ahora. Sentía escalofríos por todo mi cuerpo. Las punzadas en mi estómago habían regresado. El miedo comenzó a asentarse en mí; era peor que antes.

Hice un gran esfuerzo por contener mis lágrimas. Caia había sido la primera víctima, y la siguiente era yo. Teníamos que salir de la casa de inmediato. Tenía que sacarla de allí.

Intenté moverme, pero no pude. Mis piernas no reaccionaban, no se movían. Habían escogido el peor momento para quedarse inmóviles. Los síntomas de mi antropofobia no sólo se estaban manifestando, sino que además me atacaban con gran rapidez. Mis pulsaciones se aceleraban con cada segundo que pasaba y temía una pronta taquicardia.

Respiré profundo varias veces, tal cual mi terapeuta me había indicado hacía ya varios años ante aquel tipo de situación, más no pude evitar pensar… ¿Es que acaso íbamos a morir aquí?

Intenté una vez más mover mis piernas y, por suerte, me obedecieron. Aproveché la reacción de mi cuerpo para levantarme pero un mal presentimiento me invadió de repente.

Apenas me di vuelta quedé paralizada al ver a mi peor pesadilla parada justo frente a mí. Sentí que mi sangre se congelaba dentro de mi cuerpo, y en ese instante pensé tener la respuesta a mi pregunta.

Capítulo 1

Antropofobia

2 Días Antes…

Era un día nublado en Welshpool, un pintoresco pueblo en el condado de Powys, ubicado en Gales. Lleno de personas alegres y una increíble arquitectura georgiana, Welshpool era un lugar ideal para visitar e incluso vivir. Contaba con una población de al menos unos 6,300 habitantes y era el cuarto pueblo más grande de Powys.

Había vivido en Welshpool toda mi vida, pero desde hacía unos años me había alejado de la sociedad y residía en una gran casa ubicada en un extenso bosque a las afueras del pueblo.

De no ser por mi aislamiento cualquiera hubiera creído que yo era una persona normal: tenía una buena estatura en relación con mi contextura delgada. Mi piel era algo pálida y mis cabellos largos y un poco ondulados tenían un tono pelirrojo sutil poco brillante desde hacía varios años. Mi rostro estaba invadido con lunares bien distribuidos que jamás llegué a contar y mis ojos eran de un color verde grisáceo, herencia de mi abuelo.

A través de la ventana de la sala contemplé la imponente fuente que estaba frente a mi casa. Estaba en el medio de una redoma que culminaba en una estrecha calle que llevaba al pueblo. Tantas veces había deseado volver a Welshpool y recorrer sus hermosas calles, llenas de historia y edificios coloniales; de gente amable y alegre…

Sentí una punzada en el estómago.

-Samantha Spinster, ¿me estás escuchando?

Aparté mis ojos de la ventana para ver a mi hermana Iris, visiblemente ofendida ante mi distraimiento, clavar sus redondos ojos negros en los míos. Sus cabellos castaños adquirían cierta tonalidad cobriza con el reflejo de la luz natural, y su piel blanca estaba un poco más oscura de lo que la recordaba; más bronceada. Montecarlo le había sentado de maravilla.

-Lo siento- me disculpé, pues no tuve las agallas para mentirle.

Ella suspiró.

-Olvídalo. Aquí te traje el periódico- dijo mientras lo sacaba de su bolso.- Esta noche habrá otro corte de luz, será sólo por dos horas, a partir de las diez.

Tomé el periódico, más no me tomé la molestia de leerlo. Decía exactamente lo mismo de siempre, al menos en lo referente a los cortes de luz. El país estaba atravesando una situación complicada con respecto al sistema eléctrico, por lo cual se decidió realizar cortes periódicos de electricidad a todas las ciudades. Estos duraban una o dos horas, y generalmente ocurrían cada tres días. Hoy era uno de esos días. El pueblo se veía menos afectado que las afueras, pues ellos recibían el corte eléctrico una vez por semana.

-Justo lo que necesitaba- dije con sarcasmo.

-Por cierto, me encontré con Gianpiero antes de venir a verte. Dice que pasará por aquí antes del corte. Le preocupa tu seguridad.

-Espero que le hayas dicho que eso era absolutamente innecesario.

-Espero que entiendas las razones por las cuales no lo hice- replicó ella.

Gianpiero Sallow era el jefe del cuerpo policial del pueblo. Gran amigo de la familia, jamás aceptó un centavo nuestro, ni siquiera en sus peores momentos, más siempre fue leal a nuestra familia, especialmente a mí una vez que se me diagnosticó una extraña enfermedad denominada antropofobia.

La antropofobia era una especie de fobia social, un miedo patológico a las personas y a la compañía humana; miedo a afrontar situaciones sociales y a las interacciones con las demás personas. Cualquier cosa que tuviera que ver con las relaciones interpersonales me causaba miedo. Más que miedo, ansiedad. Temía ser juzgada, lo cual me provocaba sentimientos de vergüenza, humillación e, incluso, depresión. En la soledad de mi casa, o cuando estaba con mi familia me sentía bien, pero ante desconocidos (y a veces conocidos), comenzaba a experimentar una extraña ansiedad.

Mis síntomas incluían miedo a ruborizarme, mantener contacto visual con otras personas ajenas a mi núcleo familiar, ansiedad al estar en presencia de personas (una o muchas por igual), e incluso miedo a comer, beber y escribir en público. Sentía que las personas me observaban y juzgaban todo el tiempo, lo cual incrementaba el efecto de mis síntomas.

Los efectos eran terriblemente insoportables: taquicardias, temblores continuos en manos y cuerpo, malestar abdominal, tensión muscular y, en algunos casos (los peores para mí), ataques de pánico. Estos síntomas se presentaban durante el encuentro social, pero también mucho antes del mismo. El simple hecho de saber que debía encontrarme con alguien desconocido (o alguno que otro conocido) en cuestión de horas, días o inclusive semanas, despertaba los efectos antropofóbicos en mí.

Deslicé mis dedos sobre la fría superficie de la caja metálica que tenía en mis manos. Mi talón derecho llevaba varios minutos golpeando el piso con movimientos suaves pero constantes en reacción a un tic nervioso característico en mí, haciendo que mi pierna se moviera hacia arriba y abajo. Iris contempló el movimiento de mis piernas, y fue entonces cuando entré en cuenta de lo que estaba haciendo. Generalmente no lo hacía. Me sentí un poco avergonzada.

-Deberías tratar de controlarlo- me aconsejó, quitando la mirada de mi pierna una vez me detuve y dirigiéndola a mí.

-No me di cuenta que lo estaba haciendo- admití.

Como si importara mucho. Muchas personas realizaban el mismo movimiento que yo había hecho con mi pierna y nadie los mandaba al médico con carácter de urgencia. En mi caso entendía el por qué Iris me lo decía, pero un tic nervioso era algo difícil de controlar para una persona tan ansiosa como yo.

-Todavía no me has contado de tus vacaciones- dije en un intento de distraer su atención de mis problemas.

-Fueron increíbles, adoro Montecarlo- dijo con ilusión- Aiden y Caia la pasaron genial; ninguno quería volver a casa.

-Un mes en Montecarlo tiende a causar ese efecto- señalé con una sonrisa.

-Por cierto, te traje un obsequio, está en el auto.

Iris se levantó del diván y se dirigió al auto. La amplia sala quedó en un inescrutable silencio. A pesar de la amplitud de la habitación, resultaba bastante acogedora, con sus divanes de tela rodeando una amplia mesa de caoba con algunas fotografías sobre ella y varios cuadros muy pintorescos adornando las paredes que tenían lámparas adheridas a ellas, las cuales iluminaban el salón cuando caía la noche. Los armarios de roble con puertas de cristal albergaban una fina vajilla antigua de plata, la cual Iris había adquirido en una subasta para mí. Las amplias ventanas abiertas iluminaban la sala con luz solar, la poca que quedaba, y traían el olor de los árboles que conformaban el inmenso bosque que rodeaba la casa.

Imaginaba la ciudad de Montecarlo, la cual había visitado un par de veces durante mi infancia. Una parte de mí sentía envidia de Iris, de la suerte con la cual había corrido al no ser ella quien sufriera de antropofobia. Pero otra parte de mí se alegraba de que ella disfrutara de todo lo que yo no podía al estar confinada dentro de las cuatro paredes que llamaba hogar. Quizá nunca hubiera podido soportar ver a mi hermana mayor, mi mejor amiga, padeciendo todo lo que yo sufría.

Iris regresó en pocos minutos, trayendo consigo una pequeña caja forrada en papel de regalo.

-¡Feliz cumpleaños!- exclamó con emoción mientras tomaba asiento y me entregaba el obsequio.

-Iris, ¡mi cumpleaños es en un mes!

-Lo sé, lo sé- admitió sonriente- pero es que no pude evitarlo, ¡te va a encantar!

La miré con suspicacia, complacida de ver su alegría. Dejé a un lado la caja que tenía en mis manos y tomé el regalo. Rompí el envoltorio y vi una caja rectangular con la inscripción “Bvlgari” en la cubierta. En mi mente conjeturé su contenido, pero jamás supuse que sería lo que vi.

Un collar de oro amarillo y gemas coloridas yacía en el interior de la caja. Quedé boquiabierta ante tan refinado obsequio. Amatistas, zafiros, peridotos y diamantes se intercalaban a lo largo del collar para culminar en una flor con incrustaciones de diamantes, de la cual se desprendían un peridoto, un diamante, una pequeña flor de amatistas coloridas y, finalmente, un zafiro color violeta. El collar podría costar fácilmente unos 10,000 dólares.

-Es hermoso- balbuceé sin quitar la vista de la joya, la cual deslizaba cuidadosamente entre mis dedos.

-Y eso que no sabes la historia completa- comenzó a decir Iris- La joya la adquirí en una subasta de beneficencia que se dio en Montecarlo. Una heredera de España lo ofreció a una fundación que trabaja por niños huérfanos, gran labor- acotó antes de proseguir- En fin, el collar incrementó su valor y así fue como se logró crear la subasta. Sabía que te pertenecía en cuanto lo vi.

Por primera vez desde que abrí la caja retiré mi vista del collar para fijarla en mi hermana. Mi corazón se encogió. Iris sabía lo mucho que me encantaban las joyas, a pesar de que no podía ir  a comprarlas por mi propia cuenta. A veces se las encomendaba a ella y se las pagaba luego, pero muchas otras veces era ella quien sacaba dinero de su bolsillo para adquirirlas. Probablemente las compraba con el fin de hacerme sentir mejor por estar encerrada en casa.

Aun así, me apenaba que ella gastara su fortuna en aquellas costosas joyas cuando yo misma podía comprarlas. Herederas de una compañía multimillonaria ubicada en Londres, ambas teníamos suficiente dinero para vivir cómodamente durante el resto de nuestras vidas. Iris se encontraba en la lista de las mujeres más ricas y poderosas del Reino Unido (yo no figuraba en tal lista debido a la poca presencia pública que había tenido en los últimos años).

Mi antropofobia no era más llevadera por nuestra fortuna, más me ayudó a facilitar las cosas. Gracias a tal riqueza pude aislarme de la sociedad en una gran casa, y por supuesto, pude coleccionar muchas joyas las cuales conservaba en distintos lugares de la casa. Aparte de la gran colección de prendas, no contaba con muchos lujos más que los que me ofrecía mi casa, pues no podía salir al mundo exterior a gastar mi dinero como Iris lo hacía.

-No puedo creerlo, Iris- murmuré- No sé qué decir.

-Con un simple “gracias” tengo- se jactó ella mientras me contemplaba con alegría.

-Gracias- le complací.

-Gianpiero me dijo que te había traído las compras, estaba tan preocupada por eso.

-Sí, él vino hace unos días, trajo de todo- le dije en un intento por tranquilizarla. Al no poder ir al pueblo a hacer las compras, Iris era quien las hacía por mí una vez por semana, pero por motivo de su viaje Gianpiero se ofreció a suplirla.

-Menos mal- dijo ella aliviada- De todas formas avísame si te falta algo y te lo traeré.

-Tranquila, Iris, tampoco soy una máquina devoradora de comida- bromeé, aunque ella no pareció tomárselo de la misma manera.

-Esta tarde voy a hablar con Keith… el asesor inmobiliario- agregó ella al ver mi expresión confundida- Espero encontrar la casa ideal para ti, Sammy. Hemos tardado un poco, pero sé que la encontraremos.

-Sabes que no tiene que ser tan excéntrica como esta- le recordé- Me conformo con una habitación, una cocina, un baño y…

-¡Nada que ver!- me interrumpió ella- Encontraremos una buena casa donde tengas espacio, Sammy. No puedes encerrarte en un departamento de 80 metros cuadrados toda una vida.

-No planeo hacerlo. Recuerda que empezaré a tomar las sesiones de terapia.

Sí. Finalmente me había decidido a tomar las sesiones de terapia cognitiva-conductual, o mejor dicho, a retomarlas.

Comencé a presentar signos de antropofobia a los diecisiete años, cuando experimentaba taquicardias y náuseas al encontrarme en la escuela o en cualquier tipo de reunión social. Mi madre había muerto cuando tenía cuatro años de edad, por lo cual mi padre se encargó de mi hermano, Zeviel, Iris y de mí.

Después de consultar varios médicos se llegó a la conclusión de que tenía una extraña enfermedad llamada antropofobia. Se me sugirió la terapia cognitivo-conductual como ayuda, pues de no ser tratada podría empeorar e incluso, durar toda una vida.

Las terapias eran sofocantes para mí. Sentía que mi terapeuta me juzgaba todo el tiempo, aun cuando sabía que sólo intentaba ayudarme. Pronto decidí dejar la terapia y, al graduarme de la secundaria, dejé los estudios. Mi padre era el dueño de una compañía multimillonaria, no necesitaba estudiar más.

Salía de casa pocas veces, por lo cual me dediqué a la escritura. A los veinte años publiqué un libro en el cual contaba mi historia personal y con el cual gané un buen dinero. Fue entonces cuando decidí dedicar mi vida a la escritura, un lugar donde nadie me juzgaba y con lo cual tenía la excusa perfecta para permanecer encerrada.

Zeviel fue el primero en dejar la casa, y se dedicó a vivir una vida excéntrica llena de lujos en los Estados Unidos. Hacía mucho que no sabía de él. La siguiente en partir fui yo.

En pocos años recibí la noticia de que mi padre estaba gravemente enfermo. Había sufrido un infarto, y fue entonces cuando salí de mi segura morada y me mudé temporalmente al pueblo. No podía ser de mucha utilidad al no estar capacitada para salir a comprar medicamentos y esas cosas, más estuve con él hasta el final. En su lecho de muerte me hizo prometerle que retomaría las terapias.

Había pasado un año desde la muerte de mi padre, y, aunque antes no me sentía lista, ahora estaba dispuesta a tomar las terapias y volver al pueblo. Además, así dejaría de sufrir del problema eléctrico cada tres días.

-Sí, es cierto- afirmó Iris- Te acompañaré a cada sesión, ya verás que todo va a salir bien. Buscaremos otro terapeuta si así lo prefieres…

Mi mano izquierda comenzó a temblar ligeramente. Iris dirigió su mirada a ella.

“¡Demonios! Lo notó”, pensé.

-No tienes nada de que preocuparte, Sammy- dijo ella tratando de reconfortarme.

-Las cosas son diferentes ahora- aseveré- Esta vez terminaré la terapia, lo prometo.

Iris me dedicó una mirada cándida y tomó mi mano izquierda esperando que dejara de temblar.

-Lo sé- dijo ella.

-Hay algo que quisiera que hicieras por mí, Iris- dije de pronto.

-Claro, lo que sea.

Tomé la caja que tenía conmigo desde que Iris había llegado. Ella parecía no haberse dado cuenta de su presencia antes.

-Quiero que lleves esto a la tumba de nuestro padre- dije mientras le hacía entrega de la caja.

Ella la tomó y me dirigió una mirada sospechosa antes de abrir la caja. Sus ojos se abrieron de par en par y se dirigió a mí como si pensara que ya estaba fuera del límite de la cordura.

-¡¿Es que acaso ya te has vuelto loca?!

Tenía entre sus manos el tercer diamante más caro jamás subastado. Se le llamaba “The Perfect Pink” debido a dos de sus características principales: era rosado y no tenía ningún tipo de imperfección. Era un diamante de corte esmeralda de nada más y nada menos que 14.2 quilates, el cual le costó a mi difunto padre 23 millones de dólares. Me contaba que había competido con cuatro personas más por él, pero sabiendo lo mucho que me encantaban los diamantes, decidió luchar por él hasta el final. Las únicas personas que sabían que poseía semejante joya eran Iris y mi padre.

-Debes dejarlo en su tumba- le dije, tratando de llevar su atención hacia mi encomienda.

-Te has vuelto loca, hermana- manifestó ella mientras meneaba su cabeza de lado a lado- Es un diamante de 14 quilates- dijo ella pausadamente, como si intentara hacerme entender algo- No dejas diamantes de 14 quilates en las tumbas de las personas donde cualquiera puede llevárselos.

-Esperaba que te encargaras de que eso no sucediera. Y son 14.2 quilates- le corregí.

Ella me miraba con incredulidad y luego soltó un bufido.

Me costaba desprenderme de semejante joya, pero quería que él la tuviera. Quería que tuviera algo de mí, algo de mí que nos perteneciera a ambos.

No pronuncié palabra alguna, por lo cual Iris supo que estaba hablando en serio.

-De acuerdo, Sammy. Me lo llevaré. Pensaré cómo dejarlo allá- aceptó mientras levantaba sus manos en señal de derrota.

-Gracias.

Ella cerró la caja y la guardó en su cartera.

-Debo irme, Sammy. Tengo la reunión con Keith… ¡el agente inmobiliario!- exclamó para recordarme una vez más quién diablos era Keith.

-Claro, está bien.

Tomé el periódico y el obsequio de Iris y ambas nos levantamos del diván para luego dirigirnos a la estancia principal, una especie de amplia recepción con pisos marmoleados donde sólo estaban un par de sillas junto a unas mesas de granito blanco y las amplias escaleras curveadas que llevaban al piso superior, además de un gran espejo enmarcado en oro que colgaba de una de las paredes.

-Recuerda que Gianpiero viene más tarde.

-Lo tendré en cuenta.

Finalmente subió a su auto y se marchó.

Eran la una de la tarde. El clima frío me obligó a cerrar las ventanas de la sala. El silencio había vuelto. Apenas escuchaba el sonido de los árboles crujir. Si había algo que sabía con seguridad era que jamás me acostumbraría lo suficiente a la soledad.

Me dirigí al comedor. Una amplia mesa rectangular de caoba se extendía a lo largo de la habitación, donde sólo había algunas alacenas con vajillas (menos costosas que las de la sala) y algunos adornos. A un lado se encontraba la cocina de mármol negro, en medio de la cual estaba un mesón con tope de granito negro, y algunas gavetas en los laterales. Era muy útil cuando cocinaba, pues era bastante espacioso. La cocina era eléctrica, lo cual representaba un problema cada tres días, y la nevera tenía puertas de cristal. Los adornos que estaban en la cocina habían sido obsequios de Iris y de Gianpiero, quien solía visitarme a veces.

Había desayunado tarde ese día, por lo cual no me sentía muy hambrienta. Dejé el periódico y la caja con el collar en el comedor y me dirigí entonces al estudio, el cual estaba en una habitación detrás de la sala. Sobre mi escritorio de madera de cedro rojiza en forma de media luna reposaban mi laptop y mi portalápices. Lo que había dentro de sus gavetas era otra historia. Varias bibliotecas se encontraban distribuidas en la habitación, donde tenía toda una colección de libros de diversos temas, desde novelas hasta libros de idiomas.

Tomé asiento y revisé mi celular. Sólo lo tenía en caso de emergencias, las cuales no eran muy frecuentes. Estaba en modo silencioso, por lo cual no lo escuché cuando Iris llamó aquella mañana. Fue lo primero que me reprochó al llegar a mi casa.

Lo dejé sobre el escritorio en caso de que sonara y me dispuse a continuar en mi laptop la historia que conformaría mi siguiente libro: un joven víctima de un náufrago despierta en una isla desconocida sin recordar siquiera su nombre. La trama no estaba bien definida aun, pero esperaba encontrar buenas ideas pronto. Iris se encargaba de llevar mis libros a la editorial donde los publicaban en cuestión de semanas.

Después de pasar varias horas escribiendo mi historia, decidí refrescarme un poco. Subí las escaleras curveadas que llevaban a un pasillo  con pisos cubiertos por una gruesa alfombra roja. Por un lado el pasillo era recto, pero por el otro empezaba a curvearse un poco para finalizar en otro pasillo recto.

La casa contaba con seis habitaciones, cada una con baño propio; algo excéntrico para alguien con tan poca vida social. Me fui por el pasillo curveado (en cuya pared estaba un cuadro con un retrato familiar) el cual me llevó a un corredor recto. Amplio, contaba con un par de mesas de granito blanco sobre las cuales yacían floreros de cristal con lilas. Adoraba las lilas. De las paredes colgaban algunos cuadros con mis paisajes favoritos, lo cual le daba un poco de vida al corredor.

Habían un total de dos puertas distribuidas paralelamente a lo largo del amplio corredor. Entré en la habitación ubicada a la derecha, la mía. En ella se hallaba una cama tamaño King con edredones verdes y esponjadas almohadas. El piso también estaba cubierto por la alfombra del pasillo, al igual que el resto de las habitaciones. Un televisor plasma reposaba sobre un aparador de caoba con puertas de cristal, y dos mesas de noche con dos lámparas respectivamente se ubicaban a los lados de la cama. Un par de sillones de cuero beige se encontraban junto a la ventana, justo frente a una pequeña mesa redonda de vidrio, sobre la cual reposaban los últimos libros que había leído y algunas revistas. Había dos pasillos en la habitación: uno llevaba al baño y otro llevaba a otra habitación, un poco más pequeña que la principal, que se había convertido en mi closet. Allí guardaba mi ropa, zapatos, accesorios y algunas joyas, entre otras cosas.

Me dispuse a ponerme mi traje de baño azul de una pieza, tomé  una toalla y bajé a la estancia principal, al final de la cual se encontraba una puerta que daba a un gran salón con paredes de cristal a través de las cuales se podía apreciar el bosque que se encontraba justo en frente. En medio de la estancia se hallaba una enorme piscina temperada de unos treinta metros de longitud y con una profundidad de tres metro y medio. Habían dos puertas ubicadas en sentido opuesto: una daba a la cocina, y otra al bosque.

Sin pensarlo dos veces me lancé al agua de un salto. El agua templada me relajó casi inmediatamente. Cerré mis ojos y, conteniendo la respiración,  me sumergí un rato.

Había asistido a clases de natación desde los seis hasta los doce años, lo cual me sirvió para ejercitarme en la piscina cada vez que podía.

Después de recorrer la piscina dos veces de extremo a extremo, me ubiqué en el medio de esta y me relajé hasta quedar flotando en el agua. Mi mirada estaba clavada en el techo y decidí entonces cerrar los ojos. Por mi mente pasaron miles de recuerdos; recuerdos de mis días en el exterior. Solía visitar el bosque de vez en cuando, pero no era igual a recorrer el pueblo. Eran sensaciones diferentes las que experimentaba, aun cuando la acción era la misma.

El sueño comenzó a invadirme, pero no abrí los ojos. Sentía la emoción de saber que pronto volvería al pueblo y tomaría las terapias. Podía verme caminar por el pueblo hablando con personas, haciendo las compras, supervisando los negocios familiares, viajando…

Pronto tendría nuevamente una vida…