Abuso de Debilidad: Capítulo 1

Prólogo

 

Neuilly-sur-Seine, Paris

15 de Abril de 2007

10:53 pm

 

Finalmente, la camioneta negra de Lefebvre había llegado. Cruzó el angosto camino que atravesaba el majestuoso jardín de la mansión Bourgeois y se detuvo justo en la entrada. No me sorprendió que Pierre Lefebvre apareciera vestido con su habitual traje Armani y gafas sin montura. No era fácil distinguir muchos detalles desde la distancia, a pesar de que la iluminación externa era radiante; perfecta para mi propósito.

Visualicé mi objetivo a través del lente de mi cámara y tomé algunas fotos; especialmente cuando salió el mayordomo de madame Bourgeois a recibir al invitado. Después de un breve saludo, aparentemente cordial, ambos entraron a la mansión. Era obvio que desde mi posición actual no obtendría nada más, pero eso ya no importaba. Con las fotos que acababa de tomar, tenía la evidencia suficiente para sustentar mi investigación. Después de seis largos meses de pesquisas, finalmente había logrado mi cometido. Lefebvre caería, y no sería el único.

La fría brisa nocturna primaveral se colaba por la ventana abierta de mi auto. Llevaba alrededor de dos horas sentado en el asiento del conductor, esperando por un momento que duró menos de diez minutos. No obstante, las fotos que tenía en mi cámara valían mucho más de lo que aparentaban, y su historia perduraría por un tiempo mayor que el de mi espera. Definitivamente, había valido la pena.

Mi mente divagó por un instante en el futuro cercano. Para bien o para mal, mi vida estaba a punto de cambiar. Y si el escenario se desenvolvía en mi contra, entonces recurriría al “Plan B”.

Sólo el sonido de mi celular distrajo mi atención de mis pensamientos. Si bien el número era desconocido, sabía perfectamente de quién era la llamada.

-¿Whistle?- pregunté aún sabiendo la respuesta obvia.

-¿Llegó Lefebvre?- preguntó Whistle con su usual severidad.

-Está en la casa, ya tengo las fotos. El tipo está hundido.

-Excelente… entonces será mejor que salgas de allí. Lo último que necesitamos es que Lefebvre te vea. Nos vemos mañana en la estación Kléber a las 9.- puntualizó antes de colgar.

Honestamente, detestaba que Whistle colgara el teléfono antes de que pudiera decirle algo más; me importaba un bledo su condición de informante. Aun así, debía admitir que era el mejor en lo que hacía.  Una vez que el caso saliera a la luz pública, el mundo se mostraría muy interesado en saber cuál era la identidad del informante. Sin embargo, ese interés no sería saciado, puesto que Whistle no se revelaría tan fácilmente.

Era la primera vez que entraba a los terrenos de la mansión Bourgeois, tan imponente como intimidante. La fachada, con su típica arquitectura al mejor estilo parisino, me hacía recordar las mansiones de los reyes en las películas.

Y no era para menos.

Madame Bourgeois era, quizás, la mujer más rica de toda Francia. Nunca la conocí personalmente, pero jamás tuve la intención de hacerlo. Sus apariciones en público, al igual que sus comentarios sobre ciertos temas en particular, denotaban su carácter pedante. Aun así, sentía cierta lástima ante su situación actual.

Las luces de la planta inferior estaban encendidas, y sólo algunas en la planta superior también. Lefebvre se encontraba en el piso inferior de seguro, y su estadía no sería particularmente larga, por lo cual encendí mi auto y salí de la mansión enseguida.

 

No tardé mucho en tomar la calle Delabordère y emprender mi camino a casa. Las iluminadas calles de Paris estaban algo desoladas en las zonas residenciales, más todo cambió una vez que llegué a la avenida de los Campos Elíseos. A pesar de la hora, había gente por todos lados: en los restaurantes, en los pubs, en los cines…

Y en las calles.

El tráfico era terrible, y pronto comencé a impacientarme. Los turistas eran una de las pocas cosas que no me agradaban en esta vida. Estaban en todas partes, literalmente, e incluso a altas horas de la noche. Aquel insoportable tráfico se lo debía a ellos en gran parte. Muchos turistas alquilaban autos para poder desplazarse por la ciudad, lo cual no ayudaba a descongestionar las calles.

A lo largo de toda la avenida se imponían majestuosos edificios que se debatían entre lo urbano y lo neoclásico. Los árboles, alineados a lo largo de toda la avenida, sólo se iluminaban con los focos que se intercalaban entre uno y otro, y con las luces provenientes de los autos que transitaban la abarrotada calle.

Por suerte, no tenía que atravesar la avenida completa. Giré a la derecha en la avenida George V, crucé uno de los tantos puentes que atravesaba el Río Siena y finalmente llegué a la avenida Elisée Reclus.

Era una zona muy tranquila, llena edificios no muy altos, a lo largo de calles no muy anchas. En realidad, todas las edificaciones se asemejaban unas con otras, además de estar adyacentes entre sí. Cada edificio tenía una reja negra de entrada, siendo esta característica una de las pocas  que distinguía el final de uno y el comienzo de otro. Algunas ventanas tenían un pequeño balcón frente a ellas.

Avancé sin mucha prisa por la calle, contemplando los árboles que adornaban las pavimentadas aceras. Si bien me gustaba aquella parte de la ciudad, planeaba mudarme una vez que obtuviera mi parte correspondiente al trabajo que acababa de terminar. Tenía demasiadas cosas por hacer, empezando por empacar.

Consideré en varias ocasiones dedicarme a otro empleo. Algo independiente, pero lucrativo. Probablemente comenzar mi propio negocio. Tenía que pensar en algunas ideas. De cualquier forma, estaba cansado de ser un investigador privado. Conllevaba ciertos riesgos (especialmente ahora), y aunque la paga era buena, sencillamente ya no estaba interesado en el trabajo.

Aparqué mi auto a la orilla de la acera y entré a uno de los edificios. Mi departamento estaba en el piso 3, y no había ascensor. Una de las cosas que no extrañaría de aquel lugar. Subí poco a poco las angostas escaleras curveadas del edificio, atravesando estrechos pasillos entre un piso y otro. El edificio entero estaba sumido en un silencio inquebrantable. Sólo cuando llegué al segundo piso oí el sonido de un televisor encendido proveniente de uno de los departamentos.

Finalmente, llegué al tercer piso. Me detuve un momento, jadeando ligeramente. Eran más escalones de los que parecían para ser sólo tres pisos; además me sentía muy viejo para la gracia.

 Gran optimismo para un treintañero.

Mi vecino, Daniel Johnson (un americano de pocos modales), se encontraba de viaje en su país, por lo cual su apartamento estaba vacío. Por suerte.

Saqué las llaves de mi bolsillo y abrí la puerta. Adentro, todo estaba completamente oscuro. Sólo el reflejo de la luna se colaba por la ventana, iluminando ligeramente la mesa del comedor.

Llamó mi atención un extraño olor en el departamento. Era ligero, pero algo desagradable. No pude distinguir en el momento que era, así que di un paso adentro y encendí la luz.

 

 

Capítulo 1

 

Av. René Coty, París

16 de Abril de 2007

08:04 am

 

Mis ojos se abrieron intermitentemente en medio de una completa oscuridad. A duras penas logré ver el reloj posado sobre una pequeña mesa de noche junto a mi cama. Los grandes números en rojo indicaban las 8:04 de la mañana…

8:04 am… ¡Demonios!

Mis ojos se abrieron de golpe y me levanté de la cama con torpeza. Después de una buena racha de gran puntualidad, hoy llegaría tarde al trabajo. Elene iba a enfurecerse bastante. Aunque pensándolo mejor, ese era su estado de humor habitual. Aun así, no estaba de humor para sus gritos.

Me apresuré al baño y tomé la ducha fría más rápida posible. Apenas pude colocar una toalla alrededor de mi cintura antes de abalanzarme sobre el closet y tomar el primer traje que encontré: pantalón de vestir negro, camisa manga larga blanca y mi usual corbata. Me puse mis mocasines negros y, en contra de mi mejor juicio, miré el reloj.

8:25 am.

-Olvídate del regaño. Te van a despedir- pensé en voz alta.

Salí disparado de mi habitación para dirigirme a la cocina. La sala de mi departamento se mostraba bien iluminada en contraste con mi habitación: una mesa de cristal en el centro se encontraba rodeada por un juego de divanes blancos. No eran imponentes, pero resultaban bastante cómodos, razón por la cual los compré. En una esquina se hallaba el piano que mi hermano me había regalado hacía un par de navidades. Era una lástima que no tuviera tiempo para tocarlo. En las paredes blancas resaltaban un par de cuadros: uno con el panorama de la Torre Eiffel hecho a mano y el otro un dibujo abstracto (demasiado como para darle un significado) que llamó mi atención en una de mis visitas a España.

Sobre la mesa de cristal se encontraba un libro que en realidad llevaba como tres meses leyendo. Un par de ventanas de cristal mostraban una vista acogedora de la ciudad, y ambas daban a un pequeño balcón al cual realmente no acostumbraba a salir. Me dirigí a la cocina, pensando que debía desayunar algo antes de irme, pero luego cambié de idea. Me gustaba mi trabajo lo suficiente como para perderme un desayuno.

Tomé mi bolso de cuero marrón (asegurándome que tenía en él todos los papeles que necesitaba) y salí del departamento a toda prisa.

Atravesé el pasillo y me abalancé escaleras abajo tan rápido como mis pies me lo permitieron. Por mi mente cruzaron fragmentos de lo que sería sin duda alguna mi despido. Podía visualizar el arrugado rostro de Elene esbozar una mueca parecida a lo que se conoce como una sonrisa, hablando con su voz chillona, e irradiando felicidad a través de sus ojos saltones. “Sabes que no es mi intención, hijo, tú te lo buscaste con tus impuntualidades”, sería la frase culminante. Primero, esta era mi segunda impuntualidad, y segundo, detestaba que me llamara “hijo” con su extraña voz. En realidad, Elene solía llamar “hijo” o “hija” a cualquier ser vivo con el cual tuviera algún tipo de trato. ¡Incluso con los desconocidos! Sabía que, aunque pocos lo habían manifestado, todos odiaban ser llamados así por Elene. Los nuevos lo aguantaban (y hasta lo consideraban un “buen augurio” para conservar el trabajo), pero con el tiempo terminaban tan hastiados como el resto.

No tardé en subir a mi auto y encenderlo, pero justo cuando me disponía a arrancar, mi celular sonó. Era Lucas Salvin, mi mejor amigo y compañero de trabajo. Tenía el presentimiento de que no me daría buenas noticias. ¿Acaso Elene planeaba despedirme a través de él? ¿Por teléfono?

-¿Diga?- contesté fingiendo gran tranquilidad.

-Hey, Max… ¿todo bien?

Su tono de voz lucía apagado, y su pregunta era demasiado ambigua, aunque supuse que se refería a mi no muy usual tardanza. No era buena señal.

-Sí, claro, voy camino al trabajo. Dile a Elene que estoy llegando… ¡NO!- grité de repente ante la inconsistencia de la frase.- Dile que llegaré en diez minutos.

En realidad, el trayecto desde mi casa hasta mi trabajo eran unos cinco minutos, pero entre más tiempo pudiera ganar, mejor.

-¡Ah, de acuerdo!- respondió Lucas algo más animado- De acuerdo, date prisa, o estarás fuera de nuestras filas antes de llegar.

-Sí, ya sé, ya sé, ayúdame en esta- sugerí antes de colgar.

Emprendí mi marcha de inmediato. El clima soleado hacía que la ciudad se sintiera agradable. No conseguí mucho tráfico en la vía, por suerte. Personas caminaban en las aceras con gran tranquilidad; una tranquilidad que en mi prisa actual añoraba. Más allá de todo, no había mucha gente en las calles. Probablemente por la hora.

Sólo un par de semáforos detuvieron mi marcha. Durante esos breves minutos consideré mis opciones, pero luego pensé que no era un asunto de vida o muerte.

“¿Por qué siempre tienes que pensar lo peor?”

Absorto en mis pensamientos no me percaté al acelerar de la presencia de un peatón frente a mí. Frené de inmediato. Mi cuerpo se abalanzó contra el volante mientras el sujeto levantaba su dedo medio en dirección a mí y me insultaba en un idioma que desconocí. Parecía español, pero no podría afirmarlo con certeza. Mi distraimiento provocó a los conductores a mis espaldas, quienes comenzaron a tocar las bocinas de sus autos con evidente impaciencia. Era bueno saber que no era el único que iba tarde al trabajo, aunque tal vez sería el único despedido.

Pisé el acelerador y avancé tan rápido como pude entre las angostas calles. La hilera de autos aparcados a un lado de estas reducía aun más el estrecho espacio que había para conducir. En mi opinión, la ciudad tenía un serio problema de aparcamiento (o de incremento poblacional).

Sentí una punzada en mi corazón al llegar al Boulevard Auguste Blanqui. No me consideraba la clase de persona que evadía sus problemas, pero tampoco me entusiasmaba enfrentar este en particular.

Después de recorrer un corto trayecto, el edificio de “Le Monde” surgió ante mis ojos, y sólo entonces entré en la cuenta de que no había formulado una excusa para mi retraso. “Me quedé dormido”, no sonaba como alguna clase de emergencia (además, esa había sido mi excusa la vez pasada).

“Le Monde” era un periódico muy famoso y respetado en la ciudad. Trabajaba para ellos en calidad de periodista, y honestamente, me gustaba mi trabajo; algo de lo que sólo algunos pueden jactarse. Una de las cosas que más me gustaba era la libertad de prensa que se practicaba como política. No todos los periódicos permiten a los periodistas expresar sus ideas libremente debido, por lo general, a las conveniencias políticas.

La fachada del cuadrado edificio azul denotaba esta libertad de prensa con la imagen de una paloma, y al fondo se hallaba “impresa” la simulación de una página de periódico. En la parte superior se imponía el nombre del periódico en letras negras, al igual que en las amplias puertas de cristal en la parte inferior.

Aparqué justo en la acera de enfrente, tomé mi bolso y crucé la calle imprudentemente, para luego entrar a toda prisa al edificio. Me dirigí a zancadas hacia el ascensor, ignorando el saludo de Amèlie, la recepcionista. Ya tendría tiempo después para hablar con ella. O con cualquiera.

Logré detener las puertas del ascensor antes de que estas se cerraran y entré rápidamente. Dentro se encontraban un señor de edad mayor a quien no reconocí, y Axelle Lasserre, jefe editora de la sección de turismo de “Le Monde”.

Axelle era esbelta y muy segura de sí misma, o por lo menos así se mostraba al mundo. Sus ojos, ligeramente hundidos, eran de un seductor color verde esmeralda, y su largo cabello era de un color castaño claro. Siempre pensé en ella más como una modelo que como editora. Debía admitir que me sentía atraído por ella, más mis esperanzas quedaron en la nada una vez nos enteramos que tenía un novio en España. Incluso llegué a conocerle una vez. La chica estaba completamente fuera de mi liga.

-¿Tarde otra vez?- preguntó burlonamente una vez el ascensor se puso en marcha.

-Es apenas la segunda vez.- me defendí con una sonrisa.

El señor de cabellos canosos no dijo nada.

-No creo que Elene te perdone esta.

-Honestamente, yo tampoco lo creo.

El ascensor se detuvo y el señor de edad mayor salió sin decir nada. Sus modales parecían estar tan desgastados como su edad.

-Tu perro murió ayer.

La miré estupefacto, pero ella no quitó su mirada de las puertas del ascensor que ya se había puesto en marcha nuevamente.

-¿Disculpa?

Ella me miró. Detestaba (y a la vez adoraba) el efecto que su mirada tenía en mí cuando se encontraba con la mía.

-Dile a Elene que tu perro murió ayer. Créeme, no te despedirá.

-Pero yo no tengo un perro.- dije estúpidamente.

-Pero ella no lo sabe, ¿o sí?- preguntó sonriente.

Apenas pude devolverle la sonrisa. Las puertas del ascensor se abrieron y ella salió después del habitual “nos vemos luego”. Una vez se cerraron, me convencí de que debía olvidarme de esa chica. Claro, no era la primera vez que pensaba en tal resolución. Me resultaba difícil, ya que no sólo trabajamos en el mismo lugar, sino que además frecuentábamos las mismas amistades de vez en cuando. Sólo de vez en cuando.

Finalmente, las puertas del ascensor se abrieron y salí con apremio, pensando si seguir o no el consejo de Axelle. Después de todo, ella conocía a Elene mucho más que yo.

Aquella planta estaba llena de cubículos, siendo cada uno la “oficina” de los que trabajábamos allí. La mitad de las personas estaban de cabeza en sus ordenadores, mientras que la otra mitad daba vueltas de un lado a otro, buscando papeles (o entregándolos) a sus respectivos compañeros. A un lado se encontraba el amplio cristal de la fachada del edificio que funcionaba como pared y a través del cual teníamos una vista panorámica de la ciudad.

Mi cubículo se encontraba al otro lado del vidrio, mientras que la oficina de Elene se hallaba al final de un angosto corredor. Mejor enfrentarla ahora que después. Atravesé con rapidez el corredor ante la vista desesperanzadora de mis compañeros, quienes ya suponían (o quizás ya sabían) mi destino. Decidí seguir el consejo de Axelle. No tenía otra excusa mejor que plantearle. Algunos me saludaron a medida que pasaba frente a sus cubículos, pero realmente no lucían muy alentados ante mi situación.

Me aproximaba con rapidez a mi destino, pero justo en el momento en que llegué a la puerta de la oficina de Elene, alguien me sujetó del hombro, deteniéndome en seco.

Casi que me trago mi propio corazón (el cual ya sentía en mi garganta) cuando al voltearme, vi a la mismísima Elene frente a mí. Elene era bajita, pero robusta. Vestía ropa tan a la moda como su cuerpo le permitía, pero nunca salía de su casa sin su ridícula bufanda negra con puntos de colores. Para completar su extraña apariencia, llevaba puestas unas gafas de montura negra que “combinaban” con la estúpida tela que colgaba de su cuello. Era realmente patético, pero ella creía que lucía bien, y para ser franco, ¿quién se atrevería a decirle lo contrario? Si llegaba a despedirme, definitivamente yo lo haría. Le diría que se quitara esa extraña criatura colorida de su grueso cuello antes de que la ahorcara.

-Para serte sincera, Laurent, tienes más agallas de las que creí.- su voz chillona se escuchó en todo el piso. Quería la atención de todos, y ya la tenía.

Hice un gran esfuerzo por disimular mi confusión por el simple hecho de que quería saber qué demonios quería decirme. Me limité a asentir, y ella continuó:

-Cuando te conocí, hijo, pensé que eras este debilucho y fracasado periodista sin futuro. Incluso consideré despedirte en más de una ocasión.- en su semblante se dibujó una “sonrisa”, a la vez que se reflejaba cierta nostalgia.- Y aquí estás hoy, con tu primer artículo decente en años y de vuelta al trabajo. Nada de lutos ni golpes de pecho. Este chico es de piedra.- finalizó al tiempo que colocaba su gruesa mano en mi hombro nuevamente.

No estaba seguro si debía dejarla allí o quitarla cuanto antes, cual araña en mi hombro, pero la segunda opción resultaba tentadora. ¿Mi primer artículo decente en años? La mujer era definitivamente una… mala persona. Aun así, no tenía idea de qué estaba hablando, y pensé que ya no se explicaría, por lo cual  no disimulé más mi confusión.

-Elene, no entiendo de qué estás hablando…

-¡No tienes que fingir conmigo, Laurent!- chilló ella de tal forma que mis oídos retumbaron. Y no fui el único.- Puedes contar con tu equipo siempre. Ahora, ve a tu cubículo y tráeme más información sobre ese caso Bourgeois.- Dio una última palmada en mi espalda antes de entrar en su oficina nuevamente.

Quedé paralizado allí, frente a mis estupefactos compañeros. Muchos mostraban un semblante desalentador, y fue entonces cuando empecé a preocuparme. Aquellas habían sido las palabras más amigables que Elene me había dirigido jamás. A mí o a cualquiera. Eso no podía ser bueno.

Miré a mi alrededor. Todos habían dejado de hacer lo que estaban haciendo y ahora me contemplaban. Supe entonces que todos sabían de qué estaba hablando Elene excepto yo. Y sin embargo, ninguno se acercó a mí. Nadie dijo nada. Algunos se dirigieron a sus ordenadores nuevamente con el fin de evadir mi mirada.

Y entonces recordé las palabras de Elene: “nada de lutos ni golpes de pecho. Este chico es de piedra”. Estaba tan enfurecido por sus insultos que no me había percatado de eso.

Estuve a punto de entrar en su oficina en busca de una aclaratoria, pero entonces vi a Lucas acercarse a mí a toda prisa desde uno de los cubículos.

Lucas era alto y de contextura normal para su tamaño. Su corto cabello pelirrojo lucía algo alborotado siempre, y sus ojos azules eran algo estrechos. Su semblante, normalmente alegre, lucía hoy apagado, al igual que su voz durante la llamada.

Me tomó del hombro y me apartó de la mirada de mis compañeros (quienes de inmediato retomaron sus actividades), y de la vista de Elene, quien parecía recién notar lo que sucedía afuera.

-¿Qué demonios fue eso?- espeté entre mi confusión y mi rabia.

-Te llamé esta mañana. Dijiste que todo estaba bien.- se defendió él.

Como si aquello tuviera sentido.

-Pensé que se trataba de mi retraso… ¿De qué se trata todo esto, Lucas?

Él no parecía querer responder mi pregunta.

-Lucas, te juro que…

-Hubo una explosión…-soltó él contrariado.- Anoche, en la Avenida Elisée Reclus…- no tenía que decir más, pero él prosiguió:- fue en el edificio donde vive tu hermano. Pensé que estabas al tanto, por eso te llamé.- finalizó mientras se llevaba una mano a la cabeza, visiblemente afectado.

Quedé paralizado, sin saber qué decir o hacer. Pero Lucas no había terminado:

-La noticia llegó temprano esta mañana, más no hay reportes de los fallecidos. No sé si Damien…

No tuvo que decir más. Emprendí la carrera hacia el ascensor ante la mirada atónita de mis compañeros, e ignorando los gritos de Lucas.

El camino de vuelta a mi auto fue mucho más rápido que el de subida. Dejé mi bolso en el asiento contiguo y emprendí la marcha hacia Elisée Reclus.

Apenas pude concentrarme en la vía. ¿Cómo era posible que todos supieran la noticia primero que yo? Damien era mi único hermano; mi única familia. Nuestros padres habían muerto cuando tenía doce años en un accidente de tránsito. Unos ebrios acabaron con sus vidas cuando volvían del cine una noche de verano. Desde entonces quedamos al cuidado de nuestro único tío, quien había muerto hacía un par de años a causa del cigarro. Sólo contaba con Damien, y él conmigo, a pesar de que él era el mayor.

Traté de enfocar mis pensamientos en la posibilidad de que estuviera bien. Después de todo, aún no estaban confirmadas las identidades de los fallecidos. Era increíble pensar que algo así pudiera ocurrir en aquella avenida, una zona segura y tan cercana a la famosa Torre Eiffel. Esto tenía que ser una pesadilla; no podía estar sucediendo realmente.

No tardé mucho en llegar al edificio donde vivía Damien. Efectivamente, la parte superior del edificio estaba destruida prácticamente en su totalidad, aunque el edificio adyacente no parecía haber sufrido el impacto. Aparqué enfrente del edificio y entré a toda prisa, recordando que Damien vivía en el último piso. Subí apresuradamente las escaleras curveadas del edificio hasta llegar al tercer piso. Lo que vi a continuación fue demasiado desalentador.

La puerta del departamento había desaparecido, y en su lugar sólo había un hueco con una tira amarilla que decía “No Pasar”. No fue necesario entrar para ver el desastre que la explosión había causado: podía ver escombros esparcidos por todo el lugar, y las ventanas eran sólo huecos sin cristales con vista a la ciudad.

Mi corazón latía con fuerza a medida que mis esperanzas se desvanecían, pero aún así reuní el coraje suficiente para entrar.

El lugar era prácticamente irreconocible. La cocina era sólo un montón de escombros y cenizas. El hedor era desagradable. La sala ahora lucía más espaciosa, pero con cada paso que daba crujían los trozos del departamento que yacían a mis pies.

-¿Quién eres tú?- soltó una voz gruesa a mis espaldas que me hizo estremecer.

Al darme vuelta,  vi a un hombre, un poco mayor que yo, en la entrada del departamento. Su cabello negro mostraba algunas canas, y sus cejas, ligeramente espesas, llamaron mi atención por su extraña forma. Llevaba puesto unos jeans y una franela blanca debajo de un chaleco negro. No pude evitar notar que llevaba en su cintura un arma.

-Agente Fournier.- dijo mientras sacaba una identificación del bolsillo de su chaqueta. Intenté leer su contenido, pero la guardó antes de que pudiera siquiera leer su nombre.

Clásico.

-Busco al sujeto que vive aquí.- dije de inmediato, temiendo que el más mínimo retraso en mi respuesta pudiera terminar en mi muerte. Algo exagerado, debía admitir.

-¿Y quién eres tú?- preguntó Fournier con recelo.

-Maxime Laurent. Mi hermano vive aquí. ¿Sabe algo de él?

El rostro de Fournier fue respuesta más que suficiente. No obstante, por alguna razón, tenía que escucharlo. No lo creería hasta que alguien lo dijera.

-Muchacho…- comenzó a decir él, como quien busca las palabras adecuadas para dar una noticia desagradable. Detestaba eso. No hay manera sutil de dar una mala noticia. Sólo se dice y ya.

-Dígalo sin rodeos. ¿Dónde está Damien? Damien Laurent.

Él resopló.

-Sólo encontramos los restos de una sola persona. Pensamos que podría tratarse de dos al menos, pero…- hizo una pausa.- Damien Laurent es el nombre del fallecido.

Mi cabeza se movía de un lado a otro y mi rostro no le hacía honor a mi verdadera estupefacción. No podía ser real, no podía estar pasándome esto… una vez más. Sentí las lágrimas llegar a mis ojos en una fracción de segundo y sólo pude echarme al piso a llorar. Hacía años que no lloraba así. Hacía años que no lloraba en absoluto. No era mi estilo. Generalmente solía tragarme mis penas con un vaso de agua (o una botella de alcohol). Pero este era un caso diferente. Completamente. No podía dejar de llorar aunque quería. Quizás era lo que necesitaba. Comencé a golpear el piso y maldecir en medio de mi frustración sin importarme nada. ¡Al diablo con todo!

Escuché los pasos del agente Fournier acercarse a mí mientras depositaba algo junto a mí.

-Te dejo aquí mi tarjeta para que me contactes tan pronto puedas.- dijo antes de retirarse del departamento.

Permanecí en el suelo en medio de sollozos incontrolables. Sentía mi rostro hinchado, aunque eso no se comparaba con el vacío que quedó en mi pecho ante la ausencia de mi corazón. En algún punto dejé de maldecir y sólo permanecí tirado en el suelo, con los ojos inundados en lágrimas, contemplando lo que había sido, y lo que acababa de perder para siempre.